Es el primer domingo de febrero. Este mes se va más deprisa que los otros. Es un día lluvioso. Quizás todavía estés durmiendo tras una noche larga en lugares oscuros. Esos lugares donde se habla sólo con miradas y gestos. Probablemente a tu lado haya una persona envuelta en tus sábanas rojas. Tienes miedo a despertarte porque no sabes si te sorprenderás al ver su cara. Está sonando un piano de fondo. La habitación es un jazz desordenado. Tu ropa, su ropa, su reloj, su pulsera. Todo es una melodía extraña. La habitación está impregnada de tabaco y sexo y aún retumba en tu cabeza el último ron con cola. ¿O no fue el último? Cada vez llueve más fuerte. Tú intentas convencer a tus párpados de que todavía no es el momento de levantarse. El ruido del agua y del piano no te ayudan en este peculiar duelo. La otra persona respira muy fuerte. Está profundamente dormida.
El otro día le dieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras a Antonio Muñoz Molina. Hoy descubierto su autorretrato , que es emocionante, sencillo y hermoso. Muñoz Molina es de Úbeda, un andaluz de Jaén. Al leerlo, me ha parecido escuchar de nuevo historias de mi padre, vivencias de mi abuelo Alfonso y de otros miembros de mi familia, que son de allí o de otros pueblos de Jaén. Vivencias que son mías también. Mi relación literaria con Muñoz Molina empieza un invierno en Lisboa. Me abrigué mucho con sus páginas. Luego me he puesto su ropa otras veces. Sea invierno o sea verano, en columnas o en novelas. Mi padre siempre me ha hablado de él con admiración y con cariño. Recuerdo una vez, cuando chico, que nos lo encontramos en Úbeda en los soportales donde vendían los muñecos de goma que tanto me gustaba coleccionar. Eso me ha traído otros recuerdos. En mi trastero de Córdoba, ciudad donde nací y me crié, viven ahora todos los muñecos de mi infancia: Astérix, Espinete, S...
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