
El viajero llegó al pequeño pueblo cargado con un pesado equipaje. Tenía en su maleta ropa de abrigo para una larga temporada. También llevaba un botiquín de primeros auxilios que contenía un puñado de canciones, dos periódicos, un libro de poemas y unas cuantas novelas. En su cabeza, llevaba un nido repleto de pájaros revoloteando a su alrededor. Aún hoy siguen allí.
Poco tiempo tardó el viajero en darse cuenta de que era el único extranjero de habla hispana en la zona. Bastó un paseo por el pueblo. La gente lo miraba con gesto extraño. Los más atrevidos saludaban; los menos, simplemente le interrogaban sin abrir la boca. El viajero descubrió pequeñas casas con tejados como los de castillos medievales, bicicletas de veranos azules y esculturas de enamorados. Desde la iglesia, de estilo gótico, observó el extranjero como los cisnes retaban a la corriente del río Sarthe. Mientras, un banco vacío se asomaba al mirador del imponente castillo (convertido hoy en biblioteca). Se hizo de noche y regresó a su nueva casa por el parque. El ruido de hojas pisadas al caminar delataba al otoño.
Amaneció con niebla (como casi siempre), aunque no hacía frío. El extranjero entró por el pasillo. Curiosas miradas de unos y de otros hasta que llegó a la clase. Sintió el paso del tiempo porque ahora era él el que estaba al otro lado. Dio los buenos días y se presentó. Al poco tiempo, ya se había manchado el pantalón de tiza, mientras borraba algo en la pizarra. El curso había comenzado. Ocurrió en octubre.
Comentarios
Y que no se desborde el Sarthe por un poco más de tiza, que a una y otra orilla la decante y que desde los tejados mediavales se lean por toda la ribera cuanto por escribir te quede desde tierras francesas. Un fortísimo abrazo compañero de postales.
Biz, m'sieur le prof