Entró con sus padres en el vagón y se sentó en el suelo, apoyando su espalda en la puerta del metro y arropándose con su mochila. Era muy delgada y tenía aspecto enfermizo. A su lado, un fantasma. Era su padre, un hombre delgado, calvo y con numerosas manchas en su piel. Tenía una voz temblorosa e insegura. Él no tenía aspecto enfermizo; era en sí la enfermedad, la derrota,la debilidad. Ni siquiera miraba a su hija, tan sólo conversaba con su mujer. Ella representaba la dejadez. Su pelo oscuro y sucio estaba ya invadido por las primeras canas. Tampoco se dirigía a su hija. Parecía, eso sí, intentar llegar a algún tipo de acuerdo con el fantasma. No alcancé a escuchar su conversación, pero sí me ensordeció un llanto mudo. Un llanto que perforó mis sentidos. Dos lágrimas mojaron las mejillas de la pequeña en silencio y ni el fantasma ni la dejadez lo percibieron. Al llegar a Sol, la madre le dijo a su hija: "Dale un beso a tu padre". La niña besó al fantasma, que siguió vagando...
La guarida de los náufragos ©